viernes, 19 de octubre de 2018

A die [ad ínferos]

  Veo el alba, el alba de los martes, el mismo que antes le pertenecía a ese tiempo donde la oscuridad era temprana y menos cálida. Es un amanecer tardío en realidad, es una intuición que penetra la ventana, el cielo o mis propios ojos, dando a entender que los días existen y se renuevan.
Ya sea gris o claroscuro, ya sean sombras sin siluetas o difuminaciones amorfas, todo es parte de la misma percepción, la misma esperanza obnubilada que, cabizbaja, observa ese paisaje carente de inspiración y osadías. 
Y los días, insistentes, representados en pequeñas celdas que se van censurando una tras otra, con tachaduras violentas y manchas de tinta; a veces coexisten. Deberían ser sucesivos, no perdonar al que se queda atrás, pero hay veces en que en un solo día se amontona toda la semana, en un mismo recuadro, y yo observo esa celda desbordar de itinerarios. Si fueran agradecidos los liberaría, pero se asfixian sin pedir favores, completamente en vano. Pienso, quizás es lo mismo para ellos, los días, estar juntos u ordenados. Quizás tienen muy presente la muerte, el alba, las horas contadas en, nuevamente, celdas diminutas que encierran segundos, unidades de tiempo que repiten el ciclo de existir de a una o de morir en caudal. 



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